sábado, 7 de marzo de 2009

Al pie de la letra

Era, en 1835, el general Salaverry jefe supremo de la nación peruana y entusiasta admirador de la bizarría de Paiva. Cuando Salaverry ascendió a teniente era ya Paiva capitán. Hablándose tú por tú, y elevado aquél al mando de la República no consintió en que el lancero le diese ceremonioso tratamiento.

Paiva era ya su hombre de confianza para toda comisión de peligro. Salaverry estaba convencido de que su camarada se dejaría matar mil veces antes de hacerse reo de una cobardía.

Una tarde llamó Salaverry a Paiva, y le dijo:
_ Mira, en tal parte es casi seguro que encontrarás a don Fulano y me lo traes preso; pero si por casualidad no lo encuentras allí allana su casa.

Tres horas más tarde regresó el capitán y dijo al jefe supremo:

_La orden queda cumplida en toda regla. No encontré a ese sujeto donde me dijiste; pero su casa las deje tan llana como la palma de mano y se puede sembrar sal sobre el terreno. No hay pared en pie.

Al lancero se le había ordenado allanar la casa, y como él no entendía de dibujos ni de floreos lingüísticos, cumplió al pie de la letra.

Salaverry, para esconder la risa que le retozaba, volvió la espalda, murmurando:

_ ¡Pedazo de bruto!

Tenía Salaverry por asistente un soldado conocido por el apodo de Cuculí, regular rapista a cuya navaja fiaba su barba el general.

Cuculí era un mozo limeño, nacido en el mismo barrio y el mismo año que don Felipe Santiago. Juntos habían mataperreado en la infancia, y el presidente abrigaba por él casi fraternal cariño.

Cuculí era un tuno completo. No sabía leer, pero sabía hacer las hablara a las cuerdas de una guitarra, bailar zamacueca, empinar el codo, acarretear los dados y darse de puñaladas con cualquiera que le disputase favores de una pelandusca. Abusando del afecto de Salaverry, cometía barrabasada y media. Llegaban las quejas al presidente, y éste unas veces enviaba su barberillo arrestado a un cuartel, o lo plantaba en cepo de ballesteros, o le arrimaba un pie de paliza.

_Mira, canalla- le dijo un día don Felipe, de repente se me acaba la paciencia, se me calienta la chicha y te fusilo sin misericordia.

El asistente levantaba los hombros, como quien dice: “¿Y a mi qué me cuenta usted?” Sufría el castigo, y rebelde a toda enmienda, volvía a las andadas.

Gorda muy gorda debió de ser la queja que contra Cuculí le dieron una noche a Salaverry, porque dirigiéndose a Paiva, dijo:

_Llévate ahora mismo a este bribón al cuartel de Granaderos, y fusílalo entre dos luces.

Media hora después regresaba el capitán, y decía su general:

_Ya esta cumpilda la orden.

_ ¡Bien!- contestó, lacónicamente, el jefe supremo.

_ ¡Pobre muchacho!- continuó Paiva- Lo fusile entre dos faroles.

Para Salaverry, como para mis lectores, entre dos luces significaba al rayar el alba. Metáfora usual y corriente. Pero… ¿Venirle con metaforitas a Paiva?

Salaverry que no se había propuesto sino atemorizar a su asistente y enviar la orden de indulto una hora antes de que rayase la aurora, volvió la espalda para disimular una lágrima murmurando otra vez.

-¡Pedazo de bruto!

Desde este día quedó escarmentado Salaverry para no dar Paiva encargo o comisión alguna. El hombre no entendía de acepción figurada en la frase. Había que ponerle los puntos sobre las íes.


Ricardo Palma, peruano.

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